Patricio Valdés Marín
La transcendencia
plantea numerosos problemas, pues sale de la experiencia que tenemos acerca del
mundo sensible, el único mundo que conocemos directamente. La transcendencia se
dirige a nuestra intimidad de personas e invita a una existencia distinta de
nuestra existencia natural, que es la unión mística con Dios.
La libertad humana en la salvación personal
Libertad y naturaleza
caída
La libertad de la persona juega un papel imprescindible para
ser contraparte válida de la relación interpersonal –mística– con Dios. Por el
contrario, siguiendo a san Pablo, algunos sostienen que los seres humanos estamos
tan inmersos en el pecado, tan irremisiblemente impregnados de maldad,
concupiscencia y perversión y presos de su baja condición, propio de la supuesta
naturaleza humana caída por el Pecado Original, que estamos forzados a afirmar
también que la salvación es una actividad exclusiva de Dios y en la que la
persona no toma parte porque no tiene la calidad moral mínima para ello. Esto
conduce necesariamente a la creencia en la acción salvadora unilateral divina
de absoluta gratuidad y hasta de arbitrariedad. Estas ideas condujeron a la doctrina del quietismo en el siglo XVII
y, anteriormente, a la idea de la predestinación, como los esenios, san
Agustín, Calvino y Jansenius, en la que la participación humana en la salvación
es nula. Por el contrario, el ser humano no es un ángel caído; por la ciencia
sabemos que él es el filum más
extraordinario de la evolución del universo, y por Jesús hemos sabido que si él
se auto-determina como persona y es justo, tiene un destino divino.
La posibilidad de una relación mística se funda en la idea
de la capacidad de la persona para auto-estructurarse hasta la conciencia
profunda a través de su acción moralmente libre. En el curso de la historia
esta idea ha tenido poderosos detractores que en parte han moldeado la cultura
occidental y las creencias cristianas. Hace ya mil seiscientos años, san
Agustín (354-420) fue uno de los protagonistas de la disputa de si la voluntad
humana por sí misma puede regenerar su caída naturaleza. El problema tenía como
antecedentes la creencia bíblica en el pecado original, la frase de san Pablo:
“por un solo hombre (Adán) el pecado entró al mundo y por el pecado, la muerte”
(Rom.5, 12) y la doctrina platónica en el Fedón
que suponía que la muerte es la separación del alma y el cuerpo. Así, por
ejemplo, para los obispos reunidos en el XVI Concilio de Cartago (418) fue
lógico concluir que la muerte es necesariamente un castigo por el pecado
original y no una necesidad natural. San Pablo había tendido un puente entre
Jesús y el Génesis, cuyos relatos
sobre Adán y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original sirvieron de
fundamento para las teologías de la redención y la salvación agustina.
Veremos en el capítulo 5 que para Agustín el ser humano es
innatamente perverso, llevando en sí la irredimible carga del pecado original.
Por cierto, con tanta maldad inherente, el ser humano no puede tener capacidad
alguna de libre albedrío ni menos de arbitrar libremente su acción para su
propia regeneración. Ciertamente, esta postura beneficiaba al clero, pues, si
de la acción humana sólo cabe maldad, la salvación eterna de los seres humanos
hacía imprescindible la acción sacramental impartida por manos sacerdotales.
El sacramento fue concebido como el único vehículo capaz de transmitir con
necesidad (ex opere operato) la
divina gracia salvadora al pecador para redimirlo. Con lógica histórica, fue
del mayor interés de la jerarquía eclesiástica propagar dicha doctrina y
elaborar el sistema de salvación comandado por el clero hacia toda la
humanidad, ahora organizada en la Cristiandad.
Haciendo caso omiso a este grito por la dignidad humana que
se basaba en la capacidad funcional de la persona para la acción intencional y
libre, la Iglesia
se auto-designó mediadora de la gracia divina hacia todo ser humano que por
naturaleza se le supuso sin mérito alguno para ser contraparte de una acción
redentora. Posteriormente, en el siglo XVI, Calvino, acentuando la doctrina
agustina, afirmó que Dios, en su eterno conocimiento, predetermina el objeto de
su gracia, que son los seres humanos favorecidos desde la eternidad, a quienes
tampoco se les puede reconocer mérito alguno. En el siglo XVII, el holandés
Cornelius Jansenius (1585-1638) llevó la discusión a su límite: el pecado
original había corrompido tan radicalmente la naturaleza humana, que toda
acción humana es sólo pecaminosa y concupiscente sin la ayuda de la gracia, de
modo que sólo ésta puede evitar el pecado para que el individuo pueda ser
salvado, pero Dios confiere este don a sólo al puñado que Él desea salvar,
siendo la redención de Cristo para una minoría.
Lógicamente, toda esta densa discusión llena de anatemas y
condenaciones se hace innecesaria con sólo desestimar que el pecado original
fuera realmente un hecho histórico y no puramente legendario y mitológico. He
aquí un punto doctrinario decisivo, similar a la idea de la dualidad
espíritu-materia, cuya aceptación trae profundas consecuencias. En plena edad
científica ambas ideas son imposibles de aceptar por no concordar con la
evidencia. Así, todo el contenido de este ensayo trata en el fondo de rescatar
las ideas de Dios y salvación trascendente sin tener la necesidad dogmática de
admitir ideas espurias y comulgar con ruedas de carreta.
Libertad y salvación
Decíamos más atrás que la puerta del reino de Dios tiene una
doble cerradura. La llave para una de ellas la tiene Dios. Después de la venida
de Jesús para proclamar el Reino, esta cerradura ha sido abierta para siempre
para todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura la tiene que
fabricar cada persona si quiere aceptar la invitación divina al banquete
celestial. Esta aceptación pertenece exclusivamente a la libertad personal.
Esta segunda llave es forjada en el crisol de la fe y la caridad. En este
sentido el legendario san Pedro estaría de más en su función de portero del
Reino.
Recapitulando lo dicho hasta ahora, si salvación significa
vida eterna, tal estado no necesitaría provenir de nuestra supuesta naturaleza
espiritual, la que por ser espiritual no podría perecer, y, por tanto, haría
innecesaria una acción divina especial. Tal estado debe provenir, primero, de
nuestra capacidad para estructurar nuestra conciencia profunda, cuyo
complemento es la mismidad de energía estructurada; segundo, de nuestro deseo
de aceptar la invitación divina y compartir con Dios la existencia, y tercero,
de una acción salvadora de Dios que permita la llamada unión mística. Si Dios
nos considera para su invitación al banquete, es precisamente por nuestra
capacidad de acciones intencionales y libres. La libertad es lo único que
disponemos para nuestra relación con Dios. Mediante ella, nuestra acción es
intencional. Previo a actuar, deliberamos con nuestro pensamiento racional y
abstracto. La deliberación es moral y la moral es subjetiva.
La moral implica una cosmovisión donde, para quien está
vigilante, existen un Dios creador-salvador-providente, innumerables prójimos
que viven como tal uno y, últimamente, un ecosistema del que formamos parte.
Pero esta cosmovisión no proviene de un dictamen eclesiástico, sino que sería
una comprensión de la realidad que cada cual elabora en forma inteligente a
partir de la propia experiencia y aprendizaje. Ciertamente, la lectura del
Evangelio es una ayuda muy importante. En nuestra calidad de animales, buscamos
la supervivencia; pero en nuestra calidad de seres morales, poseedores de una
cosmovisión particular, en la deliberación se antepone el bien de otro sobre
los instintos propios que nos permiten mejorar las condiciones para un mayor
éxito en sobrevivir. Moralmente, la contradicción humana no es el ser animal y
racional, sino en decidir si actuar exclusivamente para nuestra supervivencia o
también en beneficio de nuestro prójimo.
Pero no toda nuestra realidad se puede resumir como un
mecanismo de nuestra acción moral. Existe tanto un Dios providente como un
universo que quisiéramos dominar y controlar, pero con el que a duras penas
tenemos un intercambio si acaso superior al de cualquier otro animal más o
menos apto, por mucho que los creyentes en el progreso humano lo quisieran desmentir.
Para ser religioso hay que haber experimentado y sufrido la precariedad, que es
propia de cualquier animal. Pero a diferencia de cualquier animal, tenemos
conciencia íntima del significado de lo que ocurre. De modo que el sentimiento
de total abandono mueve a la persona a abandonarse en Dios. Al parecer la
relación con Dios tiene una doble vía: Dios es providente cuando la criatura
humana se abandona a su providencia.
Posibilidades de salvación
Decididamente, los seres humanos tenemos poquísimo control,
si acaso alguno, sobre las cosas que nos afectan continuamente, muchas de las
cuales nos pueden dañar, hacernos sufrir y hasta matar. No obstante, el grado
de civilización es directamente proporcional a nuestra capacidad de controlar
nuestro entorno para mejorar nuestras posibilidades de supervivencia. Pero, a
pesar del enorme avance de la medicina, nuestra civilización no ha sido capaz
de superar la muerte biológica, la que indefectiblemente terminará con nuestra
vida. Un segundo factor es que suponemos que nuestra existencia debiera tener
algún recóndito sentido, un destino señalado que llegue a vencer la muerte,
como la transmigración de las almas.
Para ambos órdenes de realidades, el causal y el final,
recurrimos a una existencia a la que le atribuimos inmenso poder y sabiduría y
que denominamos Dios. Él tendría la facultad para protegernos y guiarnos por un
sendero que conduciría hasta nuestra completa y final liberación de los males
que nos aquejan y hasta nuestra plenitud de vida donde la muerte no tendría
cabida. A eso podríamos denominar salvación. La salvación sería un estado al
que se puede alcanzar tras la intervención divina en lo irreparable de la
muerte biológica.
Necesitamos buscar antecedentes ciertos que nos aseguren que
no pereceremos irremediablemente. Pero las señales del Cielo no sólo no
abundan, sino que las que podrían explicarse como tales son enteramente
ambiguas. A falta de una revelación divina fehaciente, relatar las acciones
divinas salvadoras y su historia, e interpretar, en consecuencia, la voluntad
divina han sido históricamente empresas demasiado humanas. Muchos aseguran que
las Sagradas Escrituras contienen la verdad revelada. Pero nadie sabe indicar
cuál es el fundamento para tal aseveración, si acaso no se apunta hacia una
tradición muy humana. Puesto que nadie sabe a ciencia cierta cuál es la
voluntad de Dios, pues Él se mantiene silencioso, cualquier interpretación que
se haga contiene necesariamente falsedad. También si nadie la conoce, llegan a
existir múltiples interpretaciones. Descontando aquellas interpretaciones que
surgen de la más pura falsedad, con una gran dosis de intuición y otra grande
de imaginación, muchas de éstas cruzan el límite hacia lo fantástico. En este
enjambre de supersticiones, supuestas verdades y hasta medias verdades el
mensaje de Jesús es una resplandeciente luz en las tinieblas de la abundante
mitología religiosa, pero es una luz que debe ser vista con los ojos de la fe,
pues no pertenece a nuestra realidad sensible. Además es una luz que es
tergiversada por todo tipo de intereses mundanos.
Cualquiera que sea la interpretación de la voluntad divina,
la sola noción de salvación genera todo tipo de interrogantes. ¿Qué es la
salvación? ¿Será la salvación un asunto individual o colectivo? ¿Será la
salvación algo inmanente o trascendente? ¿Tendrá la salvación su recíproco en
la condenación? ¿Habrá un plan divino de salvación? ¿Dependerá este plan de la
acción humana? ¿Usará al menos dicho plan a los seres humanos como instrumentos?
¿Qué es lo que se salva? ¿Cómo se liga historia con salvación? ¿Qué tipo de
existencia sería la salvación? ¿Cómo sería una existencia gloriosa? ¿Cómo sería
la existencia en el Reino de Dios? Plantear preguntas es un avance enorme
frente a plantear nada. Nos impulsa a abandonar la comodidad de lo que todos
llegamos a aceptar en forma acrítica, pero sumidos en el más profundo temor
animal. Incluso el planteamiento de preguntas permite jugar con posibles
respuestas. Iremos por parte.
¿Qué es la salvación?
La palabra “salvación” puede significar dominar ya sea el
sufrimiento o la muerte, o ambos, si se piensa que ambos estados son como una
especie de castigo o condenación. Un segundo sentido, más positivo, es que
salvación se refiere a una unión mística definitiva. En cuanto especie
biológica, los seres humanos compartimos tanto el destino de todas ellas
–sufrir y morir– como también la permanente acción para superarlo y, así,
mantenernos vivos y satisfechos. A diferencia de los animales, tenemos
conciencia de nuestro fatal destino y de lo terriblemente ilusoria que es
nuestra permanente acción para sobrevivir, a no ser que se crea que habría una
salvación que venza la muerte. Un no creyente termina por resignarse ante la
evidencia de su futura e irremediable muerte y procura sacar el máximo provecho
de su vida.
En cuanto al sufrimiento, sabemos que es pasajero y que es
un estado afectivo de rechazo a la muerte que nos permite, como seres
biológicos, sobrevivir. Se sufre cuando existe peligro o amenaza de muerte. La
evolución biológica ha dotado a los organismos sensibles de la capacidad de
sufrir como mecanismo de supervivencia. Si el sufrimiento es funcional a la
supervivencia, entonces la salvación estará más relacionada con preservar la
vida.
Sin embargo, puesto que la muerte es un hecho terminal e
ineludible, pues así lo demanda el mecanismo de la prolongación y la
propagación de la especie, una verdadera salvación se debería referir a algún
modo de vida eterna tras un pasaje a la muerte y un cierto acto de
resurrección. Lo central del pensamiento de san Pablo es que Cristo, el ungido
por Dios, debió morir en la cruz, como digno sacrificio expiatorio a Dios, para
redimir a la humanidad de la muerte. En consecuencia, el sacrificio de Cristo
en la cruz permitió a la humanidad acceder a la vida celestial. Sea cual sea el
modo causal de la acción divina en esta materia, lo decisivo es que si hay una
salvación eterna para los seres humanos, ésta sería un recurso divino.
¿Será la salvación un
asunto individual o colectivo?
Una religión tenderá a considerar la salvación como un premio colectivo cuando predica la salvación de los fieles y la condena de los infieles. La salvación colectiva predicada a un grupo de fieles tiene sentido si ella es considerada como un logro colectivo, tal como su independencia política. Pero ella llega a ser irrelevante cuando se la considera como algo transcendente. Ciertamente, una salvación individual que depende de un esfuerzo colectivo tiene tan poco sentido como una salvación colectiva en un mundo transcendente, desconocido, donde ya no opera lo que posibilitó la organización colectiva. De este modo, solo una acción moral de una persona individual tendría significación para una salvación transcendente personal.
Una religión tenderá a considerar la salvación como un premio colectivo cuando predica la salvación de los fieles y la condena de los infieles. La salvación colectiva predicada a un grupo de fieles tiene sentido si ella es considerada como un logro colectivo, tal como su independencia política. Pero ella llega a ser irrelevante cuando se la considera como algo transcendente. Ciertamente, una salvación individual que depende de un esfuerzo colectivo tiene tan poco sentido como una salvación colectiva en un mundo transcendente, desconocido, donde ya no opera lo que posibilitó la organización colectiva. De este modo, solo una acción moral de una persona individual tendría significación para una salvación transcendente personal.
El pensamiento judío de tiempos de Jesús era mesiánico.
Suponía que llegaría un Mesías para conducir una salvación colectiva puramente
inmanente. Pero aunque a Jesús muchos de sus partidarios lo consideraban un
libertador del pueblo judío, su prédica estaba dirigida a la conversión íntima
y personal de cada persona individual de toda la humanidad sin excepción. Si
fuera posible considerar a Jesús como mesías judaico, lo sería dentro de un
ámbito transcendente que trasciende los límites del pueblo judaico.
¿Será la salvación
algo inmanente o transcendente?
Recién vimos que la salvación ligada a lo colectivo sería
inmanente, y con relación a lo individual sería transcendente. El milenarismo
confía en una salvación colectiva que es inmanente. Supone que llegará el día
cuando el mal sea definitivamente derrotado de la faz de la Tierra y se implantará un
reinado de paz y armonía general que durará mil años. Sin embargo, si la
salvación fuera inmanente, no sólo contradiría el objetivo de una vida eterna,
sino que estaría contraviniendo las leyes naturales. Por su parte, para el
cristianismo, la salvación es transcendente y, por lo tanto, debiera ser
individual. No obstante, en la cristiandad la función de la sociedad, donde no
es posible distinguir lo civil de lo religioso, es forzar la salvación a los
individuos, compeliéndolos a bautizarse y observar los mandamientos.
¿Tendrá la salvación
su recíproco en la condenación?
Si suponemos que todo ser humano es persona transcendente,
de energía estructurada, tendrá una existencia eterna en un plano sin tiempo ni
espacio. El premio para una vida justa y bondadosa será la salvación eterna,
entendida como una existencia plena de relación mística de amor con Dios. En
cambio, una vida de pecado tendría un castigo que sería una lejanía de Dios.
¿Habrá un plan divino
de salvación?
En la tradición hebrea Adán, Eva y su descendencia fueron
condenados a muerte por su pecado de desobediencia a Dios. Este pecado,
denominado “original” por haber sido cometido por la primera pareja y porque su
castigo condenó a toda la humanidad, fue en la tradición paulina redimido por
le sacrificio de Jesucristo, el ungido por Dios para esta misión.
Sin embargo, hay dos puntos conflictivos en esta
explicación. 1. A
la luz de la paleo-antropología y la evolución biológica los relatos sobre Adán
y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original son puramente mitológicos,
siendo más bien un productos de la imaginación de los pueblos que habitaron el
Cercano Oriente, hace tres mil quinientos años atrás; en Mesopotamia, en la
leyenda de Gilgamesh, a Adán se le
llamó Enkidú. 2. No está dentro de la lógica pecado-castigo el que por el
pecado de un individuo Dios tuviera que castigar a toda su inocente
descendencia, aunque si lo está para una mentalidad más primitiva que no logra
conferir al individuo una personalidad distinta de su tribu y una existencia
con finalidades que le son propias.
Es más verosímil suponer que si existen seres humanos
capaces de reconocer a Dios como ser supremo y creador del universo, y alabarlo
en consecuencia, y de actuar moralmente según esta creencia, Dios podría tener
un plan de salvación para ellos. Sería algo que tendría reciprocidad.
¿Dependerá el plan
divino de salvación de la acción humana?
La acción humana forma parte de la acción de la naturaleza
desde el punto de vista de la causalidad del universo. La especie humana
funciona como otra especie biológica, aunque bastante más depredadora que las
demás, por decir lo menos. No obstante, la acción humana (la acción de todos en
la colectividad) permite que los individuos consigan sobrevivir (cuando se
establece la paz) y, a través de la cultura, comprender su entorno y a ellos
mismos en este entorno, y a través de la civilización, intervenir en ese
entorno en beneficio de la colectividad.
Pero esta acción no es salvadora, como podría suponer una
teología de la liberación, o una ideología constructora de la “ciudad de Dios”.
Sólo una acción con contenido moral, esto es, una acción intencional enmarcada
en el reconocimiento de Dios, podría tener reciprocidad en la acción salvadora
de Dios. Las buenas obras serían necesarias para la salvación, pero con un
énfasis puesto en “buenas” en el sentido moral, no en el sentido pragmático.
Las obras en la perspectiva de su efectividad real serían indiferentes para una
salvación personal, pero serían necesarias en la perspectiva de su
intencionalidad. “El hombre propone, Dios dispone”, reza un antiguo adagio.
Por otra parte, la obra de Dios no depende da la obra
humana, aunque los jesuitas hayan pensado otra cosa con su lema “ad maiorem Dei gloriam”. El fracaso es
inherente a la acción humana, pero el éxito no puede ser la medida de la moral.
Aunque la acción resulte fallida, lo que vale es la intención. Nadie puede
juzgar moralmente una obra, pues nadie puede conocer la intención subyacente.
Puesto que la intención está oculta en el sujeto, nadie que no sea Dios puede
juzgar la moralidad de una obra. También, desde el punto de vista de las artes
y la técnica, el juicio moral de una obra es irrelevante, como no lo es el
juicio de su función.
¿Usará el plan divino
de salvación a los seres humanos en calidad de instrumentos?
Si Dios usara a los seres humanos como instrumentos de un
plan de salvación inmanente, no tendría sentido que Mozart hubiera muerto a
sus 35 años o que Hitler no hubiera sido destrozado por la explosión de una
bomba de algún atentado antes de cometer tanta fechoría. La acción individual
bien intencionada de un médico, un profesor, un político, un comerciante puede
sin duda mejorar la condición humana de muchos y posibilitarles una vida más
plena. Madre Teresa de Calcuta actuaba con gran compasión, pensando en que cada
persona por muy miserable que fuera tenía un destino divino –transcendente–. Su
acción iba dirigida a ayudar a esa persona a acercarse a dicho destino.
Distinta es la actitud de quien cree que el destino personal transcendente es
de exclusiva responsabilidad del individuo, como en la creencia en el samsara y
el karma, absteniéndose a prestar cualquier ayuda.
¿Qué es lo que se
salva?
Está en la naturaleza de la biología que todo organismo
biológico termina con su muerte. En el curso de su vida el ser humano logra ser
más que un animal. Ese “más” es la construcción del yo mismo de una conciencia
profunda personal, que implica la estructuración de una energía psíquica que
contiene su mismidad y que subsistiría a la muerte biológica, pero que no
conseguiría existir plenamente si no es en unión con Dios en el amor.
¿Cómo se liga la
salvación con la historia?
Las religiones se caracterizan por describir un plan divino
de salvación como una manera de adquirir relevancia en el acontecer humano.
Pero el cariz que esta historia toma no es científica ni crítica, sino que
legendaria y mítica. Es forzada a explicar lo que termina por ser la imposición
de la institucionalidad impuesta por una minoría poderosa. Sin embargo, no es
la teología la llamada a demostrar una historia de la salvación, sino que ésta
podría ser encontrada posiblemente en la historia natural y humana si se
encontrara algún tipo de vínculo que enlace lo humano con lo divino. Así, san
Pablo brindó al mítico Cristo, el ungido por Dios, y lo encajó a la persona de
Jesús, a quien hizo resucitar después de interpretar su muerte como sacrificio
propicio al cargar con el pecado original para redimir al mundo.
La postulación de una fuerza ortogenética, estructuradora,
teleológica, que canalice las historia natural y humana hacia una dirección
salvadora para los seres humanos surge de considerar que el universo ha ido
evolucionando desde la aparición de las partículas fundamentales hasta la
generación de la inteligencia racional y abstracta de los seres humanos. Sin
embargo, esta fuerza no puede explicar por sí misma la necesidad de una
salvación. La explicación de la salvación estaría más bien en el mensaje de
Jesús y sería una iniciativa absolutamente divina y ajena al devenir del
universo. Los seres humanos pueden algún día desaparecer de la faz de la Tierra y el universo seguir
su natural curso evolutivo. El universo no necesita estar en la conciencia
intelectual de ninguna persona para existir.
¿Qué tipo de
existencia tendría la salvación?
La invitación evangélica al reino de Dios abriría para cada
persona la posibilidad de una existencia eterna, que es justamente lo que su
conciencia de sí persigue en su lucha por su supervivencia. Pero lo que
caracteriza a este esquema es que se constituye en un camino no natural del
existir, pues la subsistencia de una estructura, en este caso la conciencia
profunda, no estaría sostenida por sus subestructuras, que fueron analizadas en
el capítulo anterior, las cuales desaparecerían con la muerte.
Tampoco una persona podría interactuar en nuestro universo
espacio-temporal si careciera de la “materialidad” o “corporeidad” que le
confieren sus subestructuras. Y si no fuera capaz de actuar, el tiempo no
tendría significación, pues toda acción se efectúa en un presente, teniendo
como finalidad un futuro. Por ello, no es posible comprender esta posibilidad
de una existencia “gloriosa” desde una perspectiva de nuestro conocimiento
natural. Así visto, aceptar que la voluntad de Dios y el orden divino no son
para nada tan claros y evidentes es bastante desolador y requiere un renovado
esfuerzo de fe para aceptar lo transcendente.
¿Cómo sería una
existencia gloriosa?
Es probable que aquello que habría impresionado a los
discípulos de Jesús no fuera que se dijera que hubiera resucitado, pues, en las
culturas del Medio Oriente y el Mediterráneo, resucitar era una idea plenamente
aceptada en ciertos cultos (Osiris, Adonis, Dionisio, Mitra, etc). Aquello que
los impresionó fue que percibieron que Jesús había adquirido una existencia
“gloriosa”, “celestial”. De hecho, si los discípulos no lo hubieran visto y
sentido no sólo vivo, sino que de alguna manera glorioso tras su muerte en la
cruz, Jesús habría pasado a la historia como un líder religioso o político más,
es decir, un líder que en su momento fue una esperanza de redención, pero cuya
vida acabó en una muerte ignominiosa, sin dejar ningún rastro especial, como
tantos otros contemporáneos de él.
Su ser “glorioso” significaba para sus discípulos que Jesús
estaba en el seno de Dios. Así, pues, es muy probable que este imposible
acontecimiento de pasar a una existencia gloriosa le ocurriera efectivamente al
mismo Jesús Nazareno, carpintero y maestro. Y la posibilidad de esta existencia
habría significado para sus discípulos la prueba cierta de una existencia plena
en el reino de Dios, no tanto para quien seguía el ejemplo del maestro, sino
para quien aceptaba su invitación de participar en el Reino según Jesús lo
había estado predicando. Décadas después, en la necesidad de un Mesías victorioso
y en el marco de la filosofía neoplatónica que imperaba en la época, esta
existencia etérea habría sido identificada como una resurrección del cuerpo por
sus seguidores.
¿Cómo sería la
existencia en el reino de Dios?
A diferencia de las tradicionales creencias en la otra vida,
lo que es realmente novedoso en la noción de la existencia en el reino de Dios
es que no significa seguir viviendo más de lo mismo que se vivió, sino que
sería para participar y gozar de la gloria de Dios. Algo que en la historia
teológica del cristianismo se ha desvirtuado en la idea predicada por Jesús es
el comprenderla mediante el dualismo griego, el cual tempranamente se incorporó
en el pensamiento cristiano. Esta doctrina, como un modo natural, descompone al
ser humano en alma o espíritu, y cuerpo o materia. Para esta dualidad, la
muerte sería una separación temporal, mientras se está muerto, de ambos
elementos. Para el relato evangélico, en cambio, el cuerpo es solamente “el
resto” de una persona, y sería un absurdo devolver la vida a un cadáver que no
tiene otro destino que volver a convertirse en polvo, según las leyes de la
termodinámica.
Lo religioso y la religión
La búsqueda irrestricta e ilimitada de Dios que muchas
personas intentan efectuar requiere una mente muy abierta y una actitud muy
humilde. Dios se encuentra más allá de nuestra experiencia cotidiana. Nos
encontramos sin referencias para comprenderlo. Aunque es a través de la
experiencia cotidiana de las cosas que es posible hallarlo, pues las cosas son
su propia creación. A través de la historia, algunas mentes más imaginativas
han elaborado simbólicas metáforas. Algunos estudiosos en comparar religiones
pueden incluso definir algunos símbolos sacros que se repiten en todas las
culturas, como el árbol, el fuego, el agua, la montaña, etc. Sin embargo, el
fenómeno que es posible observar es la tendencia colectiva de elevar estas
imágenes libres y llenas de significado misterioso al rango concreto del dogma,
del rito y de la norma, limitando así toda posibilidad de una búsqueda más
libre y cayendo por otra parte en la apatía o el temor.
Yendo al significado
A menudo, la religión se confunde con lo religioso, pero
veremos que son términos muy distintos. Fundamentalmente, la religión pertenece
al ámbito de la conciencia de sí; lo religioso pertenece al ámbito de la
conciencia profunda.
Podemos definir la religión como la socialización de la
experiencia religiosa personal en base principalmente de mitologías y
explicaciones míticas de lo misterioso y desconocido, y comprende estructuras
muy de nuestro universo que se construyen sobre el substrato de lo religioso.
Además, no siempre lo religioso se encuentra como fundamento de la religión.
Una religión puede llegar a subsistir y prosperar conservando únicamente los
elementos más formales, como lo mitológico, nuestro natural temor a lo
desconocido, los poderes naturales y la muerte, las estructuras autoritarias,
dogmáticas y litúrgicas, y todo ello sin necesariamente algún elemento
religioso personal de piedad, caridad y misticismo.
Existen religiones que se erigen casi exclusivamente sobre leyes y normas, como el Islam, y toda religión contiene un sistema normativo, como las Tablas dela Ley del Antiguo Testamento. Se
supone que este sistema expresa la voluntad de Dios o es la expresión de una
sabiduría divina preexistente, y que, cumpliendo con sus normas, un fiel sigue
el camino correcto de la salvación o del bien vivir. La norma ética y legal se
torna en norma moral. La moral, que por esencia es subjetiva, se vuelve
objetiva. La transgresión de la norma es el pecado, el que requiere ser expiado
antes de ser perdonado. El pecado es social cuando la salvación le compete a la
colectividad, como en el caso de los israelitas, y es personal cuando se cree
que quien se salva es el individuo, como es corrientemente el caso del catolicismo.
Existen religiones que se erigen casi exclusivamente sobre leyes y normas, como el Islam, y toda religión contiene un sistema normativo, como las Tablas de
Una de las principales funciones de toda religión es establecer
los códigos morales para encauzar la acción de los fieles. Es frecuente que una
jerarquía eclesiástica, o ciertos líderes religiosos, legisle con el propósito
de dominar a los fieles y mantenerlos sujetos, mientras en ocasiones se
benefician del prestigio y la recaudación impuesta. La norma tiende a
ritualizarse, pues se hace más fácil cumplirla. La obediencia ciega es muchas
veces santificada, mientras la libertad personal es aplastada.
La religión tiende a abarcar la totalidad de la existencia
de un ser humano, en ocasiones hasta el límite de asfixiar su libertad, como ha
sido posible observar en la práctica de algunas sectas. En cambio, en lo
religioso una persona subordina libremente su anhelo instintivo legítimo de
supervivencia y reproducción a sus propios conceptos morales, los que emanan de
su idea de Dios, los seres humanos y el universo, y del modo más libre ella
actúa según su propia conciencia (su conciencia profunda, desde luego).
La religión le da forma (ritos) y contenido (mitos) a lo
religioso, aunque éste no depende evidentemente de aquélla para subsistir, sino
de la posibilidad de la comunicación entre Dios y la persona humana. Los ritos
y los mitos tienen por función original la comunicación social de experiencias
místicas y existencias piadosas individuales. Esto es, la religión depende de
lo religioso.
La religión controla los espacios de los significados especificados
en las categorías de lo sagrado. Pero si se separara el universo de su creador,
se le negara a aquél cualquier contenido gnóstico y maniqueo y se aceptara la
causalidad puramente natural del universo, entonces todo o nada en aquél
llegaría a ser sagrado, con lo que el aspecto sacro de la religión dejaría
consecuentemente de ser relevante. Este paso, que elimina toda posibilidad de
panteísmo, es necesario para que emerja plenamente lo religioso.
Mientras lo religioso es algo simple, personal, interno y
silencioso, la religión es algo aparatoso, social, externo y bullicioso.
Mientras lo religioso se nutre de lo misterioso en una actitud de piedad, la
religión construye mitos en una actitud militante. La religión surge en forma
natural cuando se comparte lo religioso. Al estructurarse de modo social,
aquella adquiere las funciones propias de tal estructura y corre las
vicisitudes de toda estructura social. Así, aparecen los problemas típicos de
identidad, lealtad, inclusión-exclusión, pudiendo ésta ser instrumentalizada
por los fieles para liberarse de sus enemigos, reputados de infieles y
heréticos, e incluso oprimirlos y esclavizarlos.
Existe una diferencia entre una religión de carácter
universal y una secta. Mientras la primera admite una diversidad de expresiones
religiosas en los distintos ámbitos de la creencia, la liturgia y las normas,
una secta es monolítica, uniforme e intolerante respecto a los mitos, los ritos
y las normas que no sean los propios.
Fe y creencia
Del mismo modo como lo religioso se distingue de la religión,
la fe se diferencia de la creencia. Por fe podremos entender la libre y
comprometida aceptación de Dios salvador. Por esta razonada y sentida decisión
de la voluntad personal, Dios pasa a reemplazar al yo y a constituirse en el
centro de la cosmovisión personal. La acción intencional de la persona pasa a
fundamentarse en esta fe, la que confiere un radicalmente nuevo sentido a la
vida. La deliberación racional en la intimidad del pensamiento adquiere un
nuevo y substancial parámetro de decisión previo a la ejecución de la acción.
La intención es evaluada por una nueva y tajante moral, la que necesariamente
se mantiene en el plano más subjetivo de la persona y muy lejana a cualquier
normativa que pueda establecer institución cualquiera, por más que reivindique
toda autoridad sobre doctrina y moral. La libertad personal es la condición
primera de cualquier comunión con lo divino.
Por creencia podremos entender la adhesión a ideas. Jesús
mismo tenía creencias que nos parecen ahora absurdas, tal como la existencia de
demonios en los enfermos, pero que formaban parte de las ideas ligadas a su
medio cultural. Pero Jesús tenía inmensa fe en Dios, a quien se refería como su
padre.
Tener fe en Jesús como el ungido enviado de Dios es muy
distinto a la adhesión al dogma que ha ido elaborando sus seguidores a través
del tiempo. No sólo ambas actitudes personales frecuentemente se contradicen,
sino que también el respeto al intrincado legalismo de la religión, en la
suposición de que sea el camino de la salvación, es muchas veces contrario al
evangelio proclamado por Jesucristo. Esta contradicción proviene de la
ambigüedad propia de los Evangelios, escritos que contienen los hechos y los
dichos propios de Jesús, mezclados con hechos y dichos atribuidos a él, pero
que, utilizándolos y derivando interpretaciones, muchos poseen la clara
intención de producir una estructura político-religiosa de poder. Así, pues, de
entre una maraña de ideología religiosa, que impresiona a quienes buscan la
seguridad, a quien busca empero a Dios, le es aún posible descubrir en su
lectura el mensaje de Jesús.
El Evangelio y el
cristianismo.
El Evangelio, que apela a lo religioso, en su esencia abroga
la norma, pues enseña que la salvación es materia de la fe y la caridad. La
moral evangélica no se refiere al cumplimiento de algún sistema normativo, sino
que a la acción libre que es consecuente con el profundo amor a Dios y que es
una respuesta no condicionada, sino que enteramente libre, a la invitación
divina de participar en su Reino. La vida religiosa no es entonces el cumplir
rigurosamente con una cantidad de mandamientos y normas, sino que es el actuar
libremente y con consecuencia a su fe. En lo religioso no existe el pecado,
sino que la inconsecuencia y la irresponsabilidad, pues no se produce
trasgresión de normas.
Sin embargo, el cristianismo, cuyo fundamento son los evangelios
que reivindican la libertad personal, contiene una gruesa vena dogmática y
moral que proviene de san Pablo. Existe en él una corriente que, desconfiando
en el valor de la fe personal, busca afanosamente en los dogmas y normas el
sustento de la religión. Adicionalmente, el cristianismo ha asumido en sus
creencias la totalidad de las Sagradas Escrituras –Antiguo y Nuevo
Testamentos–, consagrándolas como auténtica palabra de Dios.
Con la escolástica, en la Alta Edad Media, se
pretendió dar un sólido fundamento a la religión mediante una teología que se
supuso podía llegar a verdades con valor absoluto. Mediante el silogismo se
intentó obtener conclusiones teológicas cuando se combina una de las premisas,
la que proviene normalmente de algún postulado de la filosofía aristotélica,
con otra premisa que se obtiene indistintamente, frecuentemente sin importar el
contexto, de algún versículo de las Sagradas Escrituras. Se creía que
combinando lógicamente una verdad natural con otra supuestamente revelada se
llegaba a un conocimiento cierto de Dios y su voluntad.
Por una parte, la certeza de la filosofía
platónica-aristotélica depende de principios rebatibles, como la dualidad
espíritu materia, la oposición entre una realidad caótica y una idea
preexistente, la causa final como el origen de las otras causas. Por la otra,
tanto la teología escolástica como las ramas cristianas más fundamentalistas
se figuraban que las Sagradas Escrituras tenían una condición de inerrancia
que permite emplear sus versículos como si fueran proposiciones verdaderas
dictadas por Dios y, por lo tanto, más ciertas que un axioma. En nuestra época
científica, la filosofía platónica-aristotélica ha perdido relevancia y las
Sagradas Escrituras perdieron asimismo su valor como fuente de la verdad, no
sólo revelada, como para el caso de la teología escolástica, sino que como
fuente última, como para el caso del fundamentalismo, cuando se destacó su incapacidad
para resistir a las conclusiones de la crítica bíblica, la que al menos ha
puesto en entredicho la calidad de inerrancia de las Sagradas Escrituras. Sin
embargo, al hacer suya las enseñanzas de Jesús fundadas en el amor al prójimo, la Iglesia cristiana se ha
erigido en valioso manantial moral que ha transformado positivamente y hecho
más humana las culturas y su gente donde ha podido prosperar.
La polaridad religioso-religión es posible distinguirla en la Biblia. Se puede
observar que en todos los libros que la componen es posible encontrar una línea
profética y otra normativa. La religión, autora de la segunda, se vale de la
primera para su subsistencia. Paralelamente, difusa entre la profusión de mandamientos
y leyendas, de ritos y mitos, es posible entre leer la palabra profética que es
expresada por algún ser humano profundamente religioso que busca la fidelidad a
Dios. En la tradición de los profetas del Antiguo Testamento la idea sobre la
fidelidad de Jesús y su evangelio que cala en el corazón de los humildes y que
habla sobre un modo divino de vida fue comprendida por los discípulos.
No obstante existe una profunda diferencia entre los
profetas veterotestamentarios y Jesús. Primero es necesario destacar aquí que
no existe continuidad alguna entre el Antiguo Testamento y el evangelio de
Jesús. Jesús rompió con la tradición judaica, considerando que su buena nueva
fue algo radicalmente inédito. Segundo, los Evangelios reconocen justamente que
Jesús, el maestro, fue en realidad el verbo divino del evangelio de san Juan.
Ellos describen el bautismo de Juan Bautista cuando Jesús, al ser ungido por
agua, recibió el espíritu de Dios y se constituyó en palabra de Dios. Se puede
discutir si este evento fue real o no. Lo que importa es que Dios, al
glorificar a Jesús, ratificó y garantizó sus dichos y hechos, constituyendo su
resurrección el punto de quiebre que transformó a temerosos discípulos en
decididos apóstoles. Y fueron estos seguidores de Jesús quienes, a la luz de
esta llamada resurrección, de la cual fueron testigos, interpretaron sus dichos
y hechos y concluyeron que lo que Jesús dijo fue la verdadera palabra de Dios.
Jesús no fue un profeta más. Un profeta del Antiguo
Testamento se diferencia de Jesús en al menos dos aspectos. En primer lugar,
aquél es un personaje que anunciaba la ira de Yahvé a causa del pecado del
pueblo. El Jesús de la fe es la palabra de un Dios misericordioso que invita a
participar en su Reino. En segundo lugar, el profeta se dirigía al pueblo israelita
contemporáneo, en tanto que Jesús apeló a cada persona individual de todos los
tiempos y lugares. La palabra de Jesús que está proclamada a las multitudes, no
está dirigida a grupos sociales, sino a lo profundo de la conciencia de cada
persona, sin distinción de raza, clase o cultura. No constituye una religión
para un pueblo particular del espacio y el tiempo, sino que es universal, para
cada persona y para todos los tiempos de la historia humana.
Religión y cultura
La religión, que se fundamenta o no en lo religioso, es
corrientemente una de las unidades discretas de la cultura, aquella que procura
explicar la transcendencia de nuestra existencia y el sentido de la vida en
sociedad. Desde tal perspectiva ella formula normas éticas. Como toda realidad
cultural, ella adquiere formas particulares según la localidad, y sufre transformaciones
según los cambios culturales que se van operando en el curso del tiempo.
También como toda unidad de la estructura cultural, ella es un mecanismo social
cuya función es procurar la subsistencia del grupo social.
Usualmente, los objetivos que la religión persigue son la
cohesión social, la armonía colectiva, la paz intrasocial (aunque no
necesariamente extrasocial). No obstante, debemos tener presente que dichos objetivos,
comunes a todas las religiones, que son por lo demás tan antropológicamente
pragmáticos, no son necesariamente aquéllos que Jesús vino a enseñar. El amor y
la justicia producen frecuentemente conflicto con el estímulo biológico que
nos impulsa a sobrevivir y a reproducirnos. El testimonio de la fe religiosa a
menudo colisiona con la ética aceptada. Cuando lo religioso es compartido, en
tanto es compartido se estructura como religión, y por ello se hace
forzosamente social y, por tanto, materia de nuestro conocimiento objetivo en
ese respecto. Pero mientras lo religioso busca la salvación personal, la
religión persigue la salvación social. Ambas tendencias entran en
contradicción cuando comienza a dominar el dogmatismo.
Religión y Estado
En tanto institución social, la religión es una unidad de la
estructura social, con funciones sociales y políticas que, como el Estado,
busca su propia subsistencia. Cuando conforma una subestructura u organización
de la estructura social, ella se identifica con la Iglesia. Por su
parte, la Iglesia ,
dentro de la organización cívica, se estructura, celosa de sus orígenes y
funciones, como un polo que procura comandar la sociedad civil, e incluso llega
hasta competir con el Estado y a apropiarse de éste, como en el caso de una
teocracia. En consideración a que su sentido trascendente de origen es visto
por sí misma como un bien superior, ella intenta subordinar la finalidad propia
del Estado a la de sí misma. La razón para ello es que el Estado es una
institución política que está exclusivamente en función de la subsistencia de
una sociedad civil, y su constitución está eminentemente dirigida a dicha
función. En cambio, la Iglesia
comprende toda la doctrina que explica el sentir religioso de una comunidad,
incluyendo la salvación eterna de los ciudadanos.
En consecuencia, es fácil explicarse por qué,
tradicionalmente, la Iglesia
tienda a elevarse por sobre el Estado. De este modo, en la perspectiva de la
función específica del Estado, la
Iglesia , que invoca tener origen divino, cae en la tentación
de adquirir mayor poder y dominio secular; y lo efectúa valiéndose del
ancestral temor del individuo a la muerte, a lo desconocido, al “más allá” y,
sobre todo, a la condenación eterna. En otras épocas, fue suficiente la
excomunión para someter tanto a los príncipes como a sus súbditos. Pero el
poder secular que llega a establecer es incompatible con el de un Estado
republicano y pluralista.
Las religiones
Usualmente, la estructura de la religión está comprendida
por una variedad de elementos, entre los cuales mencionaré los siguientes: lo
sacro, que es asignar valor sobrenatural a determinadas cosas naturales; lo
litúrgico, que trata de ritos y acciones externas de culto divino; lo
eclesiástico, que se refiere a asambleas de fieles, es decir, a grupos de
personas que profesan las mismas creencias y que se rigen como cualquier otro
grupo social humano: es incluyente y excluyente; lo sacerdotal, que ejerce la
autoridad y dirección en lo ritual, doctrinal, ético y administrativo de lo
eclesiástico; lo milagroso, que es la esperanza puesta en lo divino para que
intervenga en la causalidad natural y solucione problemas propios de
supervivencia y reproducción; lo dogmático, que reúne el cuerpo doctrinal que
el fiel debe aceptar para ser incluido en la asamblea; las creencias, que es
el cuerpo de mitos que el creyente del grupo religioso (iglesia o secta)
adhiere; lo sacramental, que constituye el conjunto de signos rituales
teóricamente mediadores de la acción salvadora divina; lo ético, que trata de
las normas que deben regir la conducta externa de los fieles.
La especificidad del conjunto accesorio de subestructuras
distingue la forma externa entre una religión y otra. El fundamento primordial
de todas estas distintas formas es, como ya señalamos, lo religioso, elemento
que da origen a la estructuración accesoria, que es la religión, pero que muy
bien puede desaparecer posteriormente, quedando lo accesorio estructurado sin
su base legítima de sustentación.
Internamente como estructura social, la secta o la iglesia,
al irse estableciendo, va adquiriendo poder, prestigio y riqueza, que son
también signos de su vigencia y su significación en el medio social y político.
Para preservar y superar lo institucionalizado su dirigencia se torna
intransigente e intolerante a reformas y nuevas ideas, haciéndose dogmática y
legalista.
No obstante, se debe reconocer que, aunque lo religioso
confiere sustentación a la religión, ésta es frecuentemente funcional para dar
nacimiento a lo religioso en el individuo, principalmente en el sentido de la
transmisión de doctrinas y valores religiosos, y en el establecimiento de un
ambiente religioso, siempre que su excesivo ritualismo, dogmatismo y moralismo
no termine por ocultar lo fundamental, como es frecuente que ocurra.
Una distinción relacionada con lo religioso y la religión es
la que se puede hacer entre “Iglesia”, con “i” mayúscula e “iglesia”
simplemente. La Iglesia
es el cuerpo de creyentes en un Dios creador y salvador, y que desde nuestro
universo puramente inmanente admite la realidad de una transcendencia. Ella
establece dos tipos de realidades: la sobrenatural y la natural, siendo la
realidad sobrenatural algo misterioso porque los seres humanos no poseemos las
facultades cognoscitivas para conocerla. La relación entre estas dos realidades
se mantiene abierta a toda inspiración e intuición y la Iglesia acoge a todo
creyente que con humildad acepte este misterio.
Ahora bien, con una autoridad que atribuye a Dios la iglesia
con minúscula establece las normas, los ritos y los mitos de alguna forma
concreta de entender la mencionada relación y no deja posibilidad para creer en
otra cosa, so pena de ser anatematizado por hereje. Éste tipo de iglesia es lo
que se llama propiamente secta.
Recapitulando, la religión es la expresión colectiva de lo
religioso. En una primera etapa se estructura como secta, donde los mitos,
ritos, normas y dogmas adquieren un sentido restringido. Se constituye en
religión establecida en una etapa más evolucionada, cuando incluye una
pluralidad de culturas distintas. Sólo cuando lo religioso proviene del mensaje
evangélico, se puede hablar de Iglesia. Pero para que la Iglesia no regresione a
ser una simple religión establecida, con sus ritos, mitos, normas y dogmas
firmemente establecidos, lo que supone intolerancia y represión, debe ser fiel
al evangelio y a la plena libertad de las personas para pensar y decidir por
sí mismas y expresar su fe.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8d.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 4, “Dios y la
salvación”, del Libro VIII, La flecha de
la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).
Perfil del autor: www.blogger.com/profile/09033509316224019472