domingo, 21 de junio de 2015

Patricio Valdés Marín



La transcendencia plantea numerosos problemas, pues sale de la experiencia que tenemos acerca del mundo sensible, el único mundo que conocemos directamente. La transcendencia se dirige a nuestra intimidad de personas e invita a una existencia distinta de nuestra existencia natural, que es la unión mística con Dios.


La libertad humana en la salvación personal


Libertad y naturaleza caída

La libertad de la persona juega un papel imprescindible para ser contraparte válida de la relación interpersonal –mística– con Dios. Por el contrario, siguiendo a san Pablo, algunos sostienen que los seres humanos estamos tan inmersos en el pecado, tan irremisiblemente impregnados de maldad, concupiscencia y perversión y presos de su baja condición, propio de la supuesta naturaleza humana caída por el Pecado Original, que estamos forzados a afirmar también que la salvación es una actividad exclusiva de Dios y en la que la persona no toma parte porque no tiene la calidad moral mínima para ello. Esto conduce necesariamente a la creencia en la acción salvadora unilateral divina de absoluta gratuidad y hasta de arbitrariedad. Estas ideas condujeron  a la doctrina del quietismo en el siglo XVII y, anteriormente, a la idea de la predestinación, como los esenios, san Agustín, Calvino y Jansenius, en la que la participación humana en la salvación es nula. Por el contrario, el ser humano no es un ángel caído; por la ciencia sabemos que él es el filum más extraordinario de la evolución del universo, y por Jesús hemos sabido que si él se auto-determina como persona y es justo, tiene un destino divino.

La posibilidad de una relación mística se funda en la idea de la capacidad de la persona para auto-estructurarse hasta la conciencia profunda a través de su acción moralmente libre. En el curso de la historia esta idea ha tenido poderosos detractores que en parte han moldeado la cultura occidental y las creencias cristianas. Hace ya mil seiscientos años, san Agustín (354-420) fue uno de los protagonistas de la disputa de si la voluntad humana por sí misma puede regenerar su caída naturaleza. El problema tenía como antecedentes la creencia bíblica en el pecado original, la frase de san Pablo: “por un solo hombre (Adán) el pecado entró al mundo y por el pecado, la muerte” (Rom.5, 12) y la doctrina platónica en el Fedón que suponía que la muerte es la separación del alma y el cuerpo. Así, por ejemplo, para los obispos reuni­dos en el XVI Concilio de Cartago (418) fue lógico concluir que la muerte es necesariamente un castigo por el pecado original y no una necesidad natural. San Pablo había tendido un puente entre Jesús y el Génesis, cuyos relatos sobre Adán y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original sirvieron de fundamento para las teologías de la redención y la salvación agustina.

Veremos en el capítulo 5 que para Agustín el ser humano es innatamente perverso, llevando en sí la irredimible carga del pecado original. Por cierto, con tanta maldad inherente, el ser humano no puede tener capacidad alguna de libre albedrío ni menos de arbitrar libremente su acción para su propia regeneración. Ciertamente, esta postura beneficiaba al clero, pues, si de la acción humana sólo cabe maldad, la salvación eterna de los seres humanos hacía imprescin­dible la acción sacramental impartida por manos sacerdotales. El sacramento fue concebido como el único vehículo capaz de transmi­tir con necesidad (ex opere operato) la divina gracia salvadora al pecador para redimirlo. Con lógica histórica, fue del mayor interés de la jerarquía eclesiástica propagar dicha doctrina y elaborar el sistema de salvación comandado por el clero hacia toda la humanidad, ahora organizada en la Cristiandad.

Haciendo caso omiso a este grito por la dignidad humana que se basaba en la capacidad funcional de la persona para la acción intencional y libre, la Iglesia se auto-designó mediadora de la gracia divina hacia todo ser humano que por naturaleza se le supuso sin mérito alguno para ser contraparte de una acción redentora. Posteriormente, en el siglo XVI, Calvino, acentuando la doctrina agustina, afirmó que Dios, en su eterno conocimiento, predetermina el objeto de su gracia, que son los seres humanos favorecidos desde la eternidad, a quienes tampoco se les puede reconocer mérito alguno. En el siglo XVII, el holandés Cornelius Jansenius (1585-1638) llevó la discusión a su límite: el pecado original había corrom­pido tan radicalmente la naturaleza humana, que toda acción humana es sólo pecaminosa y concupiscente sin la ayuda de la gracia, de modo que sólo ésta puede evitar el pecado para que el individuo pueda ser salvado, pero Dios confiere este don a sólo al puñado que Él desea salvar, siendo la redención de Cristo para una minoría.

Lógicamente, toda esta densa discusión llena de anatemas y condenaciones se hace innecesaria con sólo desestimar que el pecado original fuera realmente un hecho histórico y no puramente legendario y mitológico. He aquí un punto doctrinario decisivo, similar a la idea de la dualidad espíritu-materia, cuya acepta­ción trae profundas consecuencias. En plena edad científica ambas ideas son imposibles de aceptar por no concordar con la evidencia. Así, todo el contenido de este ensayo trata en el fondo de rescatar las ideas de Dios y salvación trascendente sin tener la necesidad dogmática de admitir ideas espurias y comulgar con ruedas de carreta.

Libertad y salvación

Decíamos más atrás que la puerta del reino de Dios tiene una doble cerradura. La llave para una de ellas la tiene Dios. Después de la venida de Jesús para proclamar el Reino, esta cerradura ha sido abierta para siempre para todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura la tiene que fabricar cada persona si quiere aceptar la invitación divina al banquete celestial. Esta aceptación pertenece exclusivamente a la libertad personal. Esta segunda llave es forjada en el crisol de la fe y la caridad. En este sentido el legendario san Pedro estaría de más en su función de portero del Reino.

Recapitulando lo dicho hasta ahora, si salvación significa vida eterna, tal estado no necesitaría provenir de nuestra su­puesta naturaleza espiritual, la que por ser espiritual no podría perecer, y, por tanto, haría innecesaria una acción divina espe­cial. Tal estado debe provenir, primero, de nuestra capacidad para estructurar nuestra conciencia profunda, cuyo complemento es la mismidad de energía estructurada; segundo, de nuestro deseo de aceptar la invitación divina y compartir con Dios la existencia, y tercero, de una acción salvadora de Dios que permita la llamada unión mística. Si Dios nos considera para su invitación al banquete, es precisamente por nuestra capacidad de acciones intencionales y libres. La libertad es lo único que disponemos para nuestra relación con Dios. Mediante ella, nuestra acción es intencional. Previo a actuar, deliberamos con nuestro pensamiento racional y abstracto. La deliberación es moral y la moral es subjetiva.

La moral implica una cosmovisión donde, para quien está vigilante, existen un Dios creador-salvador-providente, innumerables prójimos que viven como tal uno y, últimamente, un ecosistema del que formamos parte. Pero esta cosmovisión no proviene de un dictamen eclesiástico, sino que sería una comprensión de la realidad que cada cual elabora en forma inteligente a partir de la propia experiencia y aprendizaje. Ciertamente, la lectura del Evangelio es una ayuda muy importante. En nuestra calidad de animales, buscamos la supervivencia; pero en nuestra calidad de seres morales, poseedores de una cosmovisión particu­lar, en la deliberación se antepone el bien de otro sobre los instintos propios que nos permiten mejorar las condiciones para un mayor éxito en sobrevivir. Moralmente, la contradicción humana no es el ser animal y racional, sino en decidir si actuar exclusivamente para nuestra supervivencia o también en beneficio de nuestro próji­mo.

Pero no toda nuestra realidad se puede resumir como un mecanismo de nuestra acción moral. Existe tanto un Dios providen­te como un universo que quisiéramos dominar y controlar, pero con el que a duras penas tenemos un intercambio si acaso superior al de cualquier otro animal más o menos apto, por mucho que los creyentes en el progreso humano lo quisieran desmentir. Para ser religioso hay que haber experimentado y sufrido la precariedad, que es propia de cualquier animal. Pero a diferencia de cual­quier animal, tenemos conciencia íntima del significado de lo que ocurre. De modo que el sentimiento de total abandono mueve a la persona a abandonarse en Dios. Al parecer la relación con Dios tiene una doble vía: Dios es providente cuando la criatura humana se aban­dona a su providencia.


Posibilidades de salvación


Decididamente, los seres humanos tenemos poquísimo control, si acaso alguno, sobre las cosas que nos afectan continuamente, muchas de las cuales nos pueden dañar, hacernos sufrir y hasta matar. No obstante, el grado de civilización es directamente proporcional a nuestra capacidad de controlar nues­tro entorno para mejorar nuestras posibilidades de supervivencia. Pero, a pesar del enorme avance de la medicina, nuestra civilización no ha sido capaz de superar la muerte biológica, la que indefectiblemente terminará con nuestra vida. Un segundo factor es que suponemos que nuestra existencia debiera tener algún recóndito sentido, un destino señalado que llegue a vencer la muerte, como la transmigración de las almas.

Para ambos órdenes de realidades, el causal y el final, recurrimos a una existencia a la que le atribuimos inmenso poder y sabiduría y que denominamos Dios. Él tendría la facultad para protegernos y guiarnos por un sendero que conduciría hasta nuestra completa y final liberación de los males que nos aquejan y hasta nuestra plenitud de vida donde la muerte no tendría cabida. A eso podríamos denomi­nar salvación. La salvación sería un estado al que se puede alcanzar tras la intervención divina en lo irreparable de la muerte biológica.

Necesitamos buscar antecedentes ciertos que nos aseguren que no pereceremos irremediablemente. Pero las señales del Cielo no sólo no abundan, sino que las que podrían explicarse como tales son enteramente ambiguas. A falta de una revelación divina fehaciente, relatar las acciones divinas salvadoras y su historia, e interpretar, en consecuencia, la voluntad divina han sido históricamente empresas demasiado humanas. Muchos aseguran que las Sagradas Escrituras contienen la verdad revelada. Pero nadie sabe indicar cuál es el fundamento para tal aseveración, si acaso no se apunta hacia una tradición muy huma­na. Puesto que nadie sabe a ciencia cierta cuál es la voluntad de Dios, pues Él se mantiene silencioso, cualquier interpretación que se haga contiene necesariamente falsedad. También si nadie la conoce, llegan a existir múltiples interpretaciones. Descontando aquellas interpretaciones que surgen de la más pura falsedad, con una gran dosis de intuición y otra grande de imaginación, muchas de éstas cruzan el límite hacia lo fantástico. En este enjambre de supers­ticiones, supuestas verdades y hasta medias verdades el mensaje de Jesús es una resplan­deciente luz en las tinieblas de la abundante mitología religiosa, pero es una luz que debe ser vista con los ojos de la fe, pues no pertenece a nuestra realidad sensible. Además es una luz que es tergiversada por todo tipo de intereses mundanos.

Cualquiera que sea la interpretación de la voluntad divina, la sola noción de salvación genera todo tipo de interrogantes. ¿Qué es la salvación? ¿Será la salvación un asunto individual o colectivo? ¿Será la salvación algo inmanente o trascendente? ¿Tendrá la salvación su recíproco en la condenación? ¿Habrá un plan divino de salvación? ¿Dependerá este plan de la acción humana? ¿Usará al menos dicho plan a los seres humanos como instrumentos? ¿Qué es lo que se salva? ¿Cómo se liga historia con salvación? ¿Qué tipo de existencia sería la salvación? ¿Cómo sería una existencia gloriosa? ¿Cómo sería la existencia en el Reino de Dios? Plantear preguntas es un avance enorme frente a plantear nada. Nos impulsa a abandonar la comodidad de lo que todos llegamos a aceptar en forma acrítica, pero sumidos en el más profundo temor animal. Incluso el planteamiento de preguntas permite jugar con posibles respuestas. Iremos por parte.

¿Qué es la salvación?

La palabra “salvación” puede significar dominar ya sea el sufrimiento o la muerte, o ambos, si se piensa que ambos estados son como una especie de castigo o condenación. Un segundo sentido, más positivo, es que salvación se refiere a una unión mística definitiva. En cuanto especie biológica, los seres humanos compartimos tanto el destino de todas ellas –sufrir y morir– como también la permanen­te acción para superarlo y, así, mantenernos vivos y satisfechos. A diferencia de los animales, tenemos conciencia de nuestro fatal destino y de lo terriblemente ilusoria que es nuestra permanente acción para sobrevivir, a no ser que se crea que habría una salvación que venza la muerte. Un no creyente termina por resignarse ante la evidencia de su futura e irremediable muerte y procura sacar el máximo provecho de su vida.

En cuanto al sufrimiento, sabemos que es pasajero y que es un estado afectivo de rechazo a la muerte que nos permite, como seres biológicos, sobrevivir. Se sufre cuando existe peligro o amenaza de muerte. La evolución biológica ha dotado a los organismos sensibles de la capacidad de sufrir como mecanismo de supervivencia. Si el sufrimiento es funcional a la supervivencia, entonces la salvación estará más relacionada con preservar la vida.

Sin embargo, puesto que la muerte es un hecho terminal e ineludible, pues así lo demanda el mecanismo de la prolongación y la propagación de la especie, una verdadera salvación se debería referir a algún modo de vida eterna tras un pasaje a la muerte y un cierto acto de resurrección. Lo central del pensamiento de san Pablo es que Cristo, el ungido por Dios, debió morir en la cruz, como digno sacrificio expiatorio a Dios, para redimir a la humanidad de la muerte. En consecuencia, el sacrificio de Cristo en la cruz permitió a la humanidad acceder a la vida celestial. Sea cual sea el modo causal de la acción divina en esta materia, lo decisivo es que si hay una salvación eterna para los seres humanos, ésta sería un recurso divino.

¿Será la salvación un asunto individual o colectivo?

Una religión tenderá a considerar la salvación como un premio colec­tivo cuando predica la salvación de los fieles y la condena de los infieles. La salvación colectiva predicada a un grupo de fieles tiene sentido si ella es considerada como un logro colec­tivo, tal como su independencia política. Pero ella llega a ser irre­levante cuando se la considera como algo transcendente. Ciertamen­te, una salvación individual que depende de un esfuerzo colectivo tiene tan poco sentido como una salvación colectiva en un mundo transcendente, desconocido, donde ya no opera lo que posibilitó la organización colectiva. De este modo, solo una acción moral de una persona individual tendría significación para una salvación transcendente personal.

El pensamiento judío de tiempos de Jesús era mesiánico. Suponía que llegaría un Mesías para conducir una salvación colectiva puramente inmanente. Pero aunque a Jesús muchos de sus partidarios lo consideraban un libertador del pueblo judío, su prédica estaba dirigida a la conversión íntima y personal de cada persona individual de toda la humanidad sin excepción. Si fuera posible considerar a Jesús como mesías judaico, lo sería dentro de un ámbito transcendente que trasciende los límites del pueblo judaico.

¿Será la salvación algo inmanente o transcendente?

Recién vimos que la salvación ligada a lo colectivo sería inmanente, y con relación a lo individual sería transcendente. El milenarismo confía en una salvación colectiva que es inmanente. Supone que llegará el día cuando el mal sea definitivamente derrotado de la faz de la Tierra y se implantará un reinado de paz y armonía general que durará mil años. Sin embargo, si la salvación fuera inmanente, no sólo contradiría el objetivo de una vida eterna, sino que estaría contraviniendo las leyes naturales. Por su parte, para el cristianismo, la salvación es transcendente y, por lo tanto, debiera ser individual. No obstante, en la cristiandad la función de la sociedad, donde no es posible distinguir lo civil de lo religioso, es forzar la salvación a los individuos, compeliéndolos a bautizarse y observar los mandamientos.

¿Tendrá la salvación su recíproco en la condenación?

Si suponemos que todo ser humano es persona transcendente, de energía estructurada, tendrá una existencia eterna en un plano sin tiempo ni espacio. El premio para una vida justa y bondadosa será la salvación eterna, entendida como una existencia plena de relación mística de amor con Dios. En cambio, una vida de pecado tendría un castigo que sería una lejanía de Dios.

¿Habrá un plan divino de salvación?

En la tradición hebrea Adán, Eva y su descendencia fueron condenados a muerte por su pecado de desobediencia a Dios. Este pecado, denominado “original” por haber sido cometido por la primera pareja y porque su castigo condenó a toda la humanidad, fue en la tradición paulina redimido por le sacrifi­cio de Jesucristo, el ungido por Dios para esta misión.

Sin embargo, hay dos puntos conflictivos en esta explicación. 1. A la luz de la paleo-antropología y la evolución biológica los relatos sobre Adán y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original son puramente mitológicos, siendo más bien un productos de la imaginación de los pueblos que habitaron el Cercano Orien­te, hace tres mil quinientos años atrás; en Mesopotamia, en la leyenda de Gilgamesh, a Adán se le llamó Enkidú. 2. No está dentro de la lógica pecado-castigo el que por el pecado de un individuo Dios tuviera que castigar a toda su inocente descendencia, aunque si lo está para una mentalidad más primitiva que no logra conferir al indi­viduo una personalidad distinta de su tribu y una existencia con finalidades que le son propias.

Es más verosímil suponer que si existen seres humanos capaces de reconocer a Dios como ser supremo y creador del universo, y alabarlo en consecuen­cia, y de actuar moralmente según esta creencia, Dios podría tener un plan de salvación para ellos. Sería algo que tendría reciprocidad.

¿Dependerá el plan divino de salvación de la acción humana?

La acción humana forma parte de la acción de la naturaleza desde el punto de vista de la causalidad del universo. La especie humana funciona como otra especie biológica, aunque bastante más depredadora que las demás, por decir lo menos. No obstante, la acción humana (la acción de todos en la colectividad) permite que los individuos consigan sobrevivir (cuando se establece la paz) y, a través de la cultura, comprender su entorno y a ellos mismos en este entorno, y a través de la civilización, intervenir en ese entorno en beneficio de la colectividad.

Pero esta acción no es salvadora, como podría suponer una teología de la liberación, o una ideología constructora de la “ciudad de Dios”. Sólo una acción con contenido moral, esto es, una acción intencio­nal enmarcada en el reconocimiento de Dios, podría tener recipro­cidad en la acción salvadora de Dios. Las buenas obras serían necesarias para la salvación, pero con un énfasis puesto en “buenas” en el sentido moral, no en el sentido pragmático. Las obras en la perspectiva de su efectividad real serían indiferentes para una salvación personal, pero serían necesarias en la perspectiva de su intencionalidad. “El hombre propone, Dios dispone”, reza un antiguo adagio.

Por otra parte, la obra de Dios no depende da la obra humana, aunque los jesuitas hayan pensado otra cosa con su lema “ad maiorem Dei gloriam”. El fracaso es inherente a la acción humana, pero el éxito no puede ser la medida de la moral. Aunque la acción resulte fallida, lo que vale es la intención. Nadie puede juzgar moralmente una obra, pues nadie puede conocer la intención subyacente. Puesto que la intención está oculta en el sujeto, nadie que no sea Dios puede juzgar la moralidad de una obra. También, desde el punto de vista de las artes y la técnica, el juicio moral de una obra es irrele­vante, como no lo es el juicio de su función.

¿Usará el plan divino de salvación a los seres humanos en calidad de instrumentos?

Si Dios usara a los seres humanos como instrumentos de un plan de salvación inmanente, no tendría senti­do que Mozart hubiera muerto a sus 35 años o que Hitler no hubiera sido destrozado por la explosión de una bomba de algún atentado antes de cometer tanta fechoría. La acción individual bien intencionada de un médico, un profesor, un político, un comerciante puede sin duda mejorar la condición humana de muchos y posibilitarles una vida más plena. Madre Teresa de Calcuta actuaba con gran compasión, pensando en que cada persona por muy miserable que fuera tenía un destino divino –transcendente–. Su acción iba dirigida a ayudar a esa persona a acercarse a dicho destino. Distinta es la actitud de quien cree que el destino personal transcendente es de exclusiva responsabilidad del individuo, como en la creencia en el samsara y el karma, absteniéndose a prestar cualquier ayuda.

¿Qué es lo que se salva?

Está en la naturaleza de la biología que todo organismo biológico termina con su muerte. En el curso de su vida el ser humano logra ser más que un animal. Ese “más” es la construcción del yo mismo de una conciencia profunda personal, que implica la estructuración de una energía psíquica que contiene su mismidad y que subsistiría a la muerte biológica, pero que no conseguiría existir plenamente si no es en unión con Dios en el amor.

¿Cómo se liga la salvación con la historia?

Las religiones se caracterizan por describir un plan divino de salvación como una manera de adquirir relevancia en el acontecer humano. Pero el cariz que esta historia toma no es científica ni crítica, sino que legendaria y mítica. Es forzada a explicar lo que termina por ser la imposición de la institucionalidad impuesta por una minoría poderosa. Sin embargo, no es la teología la llamada a demostrar una historia de la salvación, sino que ésta podría ser encontrada posiblemente en la historia natural y humana si se encontrara algún tipo de vínculo que enlace lo humano con lo divino. Así, san Pablo brindó al mítico Cristo, el ungido por Dios, y lo encajó a la persona de Jesús, a quien hizo resucitar después de interpretar su muerte como sacrificio propicio al cargar con el pecado original para redimir al mundo.

La pos­tulación de una fuerza ortogenética, estructuradora, teleológica, que canalice las historia natural y humana hacia una dirección salvadora para los seres humanos surge de considerar que el universo ha ido evolucionando desde la aparición de las partícu­las fundamentales hasta la generación de la inteligencia racional y abstracta de los seres humanos. Sin embargo, esta fuerza no puede explicar por sí misma la necesidad de una salvación. La explicación de la salvación estaría más bien en el mensaje de Jesús y sería una iniciativa absolutamente divina y ajena al devenir del universo. Los seres humanos pueden algún día desaparecer de la faz de la Tierra y el universo seguir su natural curso evolutivo. El universo no necesita estar en la conciencia intelectual de ninguna persona para existir.

¿Qué tipo de existencia tendría la salvación?

La invitación evangélica al reino de Dios abriría para cada persona la posibilidad de una existencia eterna, que es justamente lo que su conciencia de sí persigue en su lucha por su supervivencia. Pero lo que caracteriza a este esquema es que se constituye en un camino no natural del existir, pues la subsis­tencia de una estructura, en este caso la conciencia profunda, no estaría sostenida por sus subestructuras, que fueron analizadas en el capítulo anterior, las cuales desaparece­rían con la muerte.

Tampoco una persona podría interactuar en nuestro universo espacio-temporal si careciera de la “materiali­dad” o “corporeidad” que le confieren sus subestructuras. Y si no fuera capaz de actuar, el tiempo no tendría significación, pues toda acción se efectúa en un presente, teniendo como finalidad un futuro. Por ello, no es posible comprender esta posibilidad de una existencia “gloriosa” desde una perspectiva de nuestro cono­cimiento natural. Así visto, aceptar que la voluntad de Dios y el orden divino no son para nada tan claros y evidentes es bastante desolador y requiere un renovado esfuerzo de fe para aceptar lo transcendente.

¿Cómo sería una existencia gloriosa?

Es probable que aquello que habría impresionado a los discípulos de Jesús no fuera que se dijera que hubiera resucitado, pues, en las culturas del Medio Oriente y el Mediterráneo, resucitar era una idea plenamente aceptada en ciertos cultos (Osiris, Adonis, Dionisio, Mitra, etc). Aquello que los impresionó fue que percibieron que Jesús había adquirido una existencia “gloriosa”, “celestial”. De hecho, si los discípulos no lo hubieran visto y sentido no sólo vivo, sino que de alguna manera glorioso tras su muerte en la cruz, Jesús habría pasado a la historia como un líder religioso o político más, es decir, un líder que en su momento fue una esperanza de redención, pero cuya vida acabó en una muerte ignominiosa, sin dejar ningún rastro especial, como tantos otros contemporáneos de él.

Su ser “glorioso” significaba para sus discípulos que Jesús estaba en el seno de Dios. Así, pues, es muy probable que este imposible acontecimiento de pasar a una existencia gloriosa le ocurriera efectivamente al mismo Jesús Nazareno, carpintero y maestro. Y la posibilidad de esta exis­tencia habría significado para sus discípulos la prueba cierta de una existencia plena en el reino de Dios, no tanto para quien seguía el ejemplo del maestro, sino para quien aceptaba su invi­tación de participar en el Reino según Jesús lo había estado predicando. Décadas después, en la necesidad de un Mesías victo­rioso y en el marco de la filosofía neoplatónica que imperaba en la época, esta existencia etérea habría sido identificada como una resurrección del cuerpo por sus seguidores.

¿Cómo sería la existencia en el reino de Dios?

A diferencia de las tradicionales creencias en la otra vida, lo que es realmente novedoso en la noción de la existencia en el reino de Dios es que no significa seguir viviendo más de lo mismo que se vivió, sino que sería para participar y gozar de la gloria de Dios. Algo que en la historia teológica del cristianismo se ha desvirtuado en la idea predicada por Jesús es el comprenderla mediante el dualismo griego, el cual tempranamente se incorporó en el pensamiento cristiano. Esta doctrina, como un modo natural, descompone al ser humano en alma o espíritu, y cuerpo o materia. Para esta dualidad, la muerte sería una separación temporal, mientras se está muerto, de ambos elementos. Para el relato evangélico, en cambio, el cuerpo es solamente “el resto” de una persona, y sería un absurdo devol­ver la vida a un cadáver que no tiene otro destino que volver a convertirse en polvo, según las leyes de la termodinámica.


Lo religioso y la religión


La búsqueda irrestricta e ilimitada de Dios que muchas personas intentan efectuar requiere una mente muy abierta y una actitud muy humilde. Dios se encuentra más allá de nuestra experiencia cotidiana. Nos encontramos sin referencias para comprenderlo. Aunque es a través de la experiencia cotidiana de las cosas que es posible hallarlo, pues las cosas son su propia creación. A través de la historia, algunas mentes más imaginativas han elaborado simbólicas metáforas. Algunos estudiosos en comparar religiones pueden incluso definir algunos símbolos sacros que se repiten en todas las culturas, como el árbol, el fuego, el agua, la montaña, etc. Sin embargo, el fenómeno que es posible observar es la tendencia colectiva de elevar estas imágenes libres y llenas de significado misterioso al rango concreto del dogma, del rito y de la norma, limitando así toda posibilidad de una búsqueda más libre y cayendo por otra parte en la apatía o el temor.

Yendo al significado

A menudo, la religión se confunde con lo religioso, pero veremos que son términos muy distintos. Fundamentalmente, la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí; lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda.

Podemos defi­nir la religión como la socialización de la experiencia religiosa personal en base principalmente de mitologías y explicaciones míticas de lo misterioso y desconocido, y comprende estructuras muy de nuestro universo que se construyen sobre el substrato de lo religioso. Además, no siempre lo religioso se encuentra como fundamento de la religión. Una religión puede llegar a subsistir y prosperar conservando únicamente los elementos más formales, como lo mitológico, nuestro natural temor a lo desconocido, los poderes naturales y la muerte, las estructuras autorita­rias, dogmáticas y litúrgicas, y todo ello sin necesariamente algún elemento religioso personal de piedad, caridad y misticismo.

Existen religiones que se erigen casi exclusivamente sobre leyes y normas, como el Islam, y toda religión contiene un siste­ma normativo, como las Tablas de la Ley del Antiguo Testamento. Se supone que este sistema expresa la voluntad de Dios o es la expresión de una sabiduría divina preexistente, y que, cumpliendo con sus normas, un fiel sigue el camino correcto de la salvación o del bien vivir. La norma ética y legal se torna en norma moral. La moral, que por esencia es subjetiva, se vuelve objetiva. La transgresión de la norma es el pecado, el que requiere ser expiado antes de ser perdonado. El pecado es social cuando la salvación le compete a la colectividad, como en el caso de los israelitas, y es personal cuando se cree que quien se salva es el individuo, como es corrientemente el caso del catolicismo.

Una de las principales funciones de toda religión es esta­blecer los códigos morales para encauzar la acción de los fieles. Es frecuente que una jerarquía eclesiástica, o ciertos líderes religiosos, legisle con el propósito de dominar a los fieles y mantenerlos sujetos, mientras en ocasiones se benefician del prestigio y la recaudación impuesta. La norma tiende a ritualizarse, pues se hace más fácil cumplirla. La obediencia ciega es muchas veces santificada, mientras la libertad personal es aplastada.

La religión tiende a abarcar la totalidad de la existencia de un ser humano, en ocasiones hasta el límite de asfixiar su libertad, como ha sido posible observar en la práctica de algunas sectas. En cambio, en lo religioso una persona subordina libremente su anhelo instintivo legítimo de supervivencia y reproducción a sus propios conceptos morales, los que emanan de su idea de Dios, los seres humanos y el universo, y del modo más libre ella actúa según su propia conciencia (su conciencia profunda, desde luego).

La religión le da forma (ritos) y contenido (mitos) a lo religioso, aunque éste no depende evidentemente de aquélla para subsistir, sino de la posibilidad de la comunicación entre Dios y la persona humana. Los ritos y los mitos tienen por función original la comunicación social de experiencias místicas y existencias piadosas individuales. Esto es, la religión depende de lo reli­gioso.

La religión controla los espacios de los significados espe­cificados en las categorías de lo sagrado. Pero si se separara el universo de su creador, se le negara a aquél cualquier contenido gnóstico y maniqueo y se aceptara la causalidad puramente natural del universo, entonces todo o nada en aquél llegaría a ser sagra­do, con lo que el aspecto sacro de la religión dejaría consecuentemente de ser rele­vante. Este paso, que elimina toda posibilidad de panteísmo, es necesario para que emerja plenamente lo religioso.

Mientras lo religioso es algo simple, personal, interno y silencioso, la religión es algo aparatoso, social, externo y bullicioso. Mientras lo religioso se nutre de lo misterioso en una actitud de piedad, la religión construye mitos en una actitud militante. La religión surge en forma natural cuando se comparte lo religioso. Al estructurarse de modo social, aquella adquiere las funciones propias de tal estructura y corre las vicisitudes de toda estructura social. Así, aparecen los problemas típicos de identidad, lealtad, inclusión-exclusión, pudiendo ésta ser instrumentalizada por los fieles para liberarse de sus enemigos, reputados de infieles y heréticos, e incluso oprimirlos y esclavizarlos.

Existe una diferencia entre una religión de carácter universal y una secta. Mientras la primera admite una diversidad de expresiones religiosas en los distintos ámbitos de la creencia, la liturgia y las normas, una secta es monolítica, uniforme e intolerante respecto a los mitos, los ritos y las normas que no sean los propios.

Fe y creencia

Del mismo modo como lo religioso se distingue de la reli­gión, la fe se diferencia de la creencia. Por fe podremos entender la libre y comprometida aceptación de Dios salvador. Por esta razonada y sentida decisión de la voluntad personal, Dios pasa a reemplazar al yo y a constituirse en el centro de la cosmovisión personal. La acción intencional de la persona pasa a fundamentarse en esta fe, la que confiere un radicalmente nuevo sentido a la vida. La deliberación racional en la intimidad del pensamiento adquiere un nuevo y substancial parámetro de decisión previo a la ejecución de la acción. La intención es evaluada por una nueva y tajante moral, la que necesariamente se mantiene en el plano más subjetivo de la persona y muy lejana a cualquier normativa que pueda establecer institución cualquiera, por más que reivindique toda autoridad sobre doctrina y moral. La libertad personal es la condición primera de cualquier comunión con lo divino.

Por creencia podremos entender la adhesión a ideas. Jesús mismo tenía creencias que nos parecen ahora absurdas, tal como la existencia de demonios en los enfermos, pero que formaban parte de las ideas ligadas a su medio cultural. Pero Jesús tenía inmensa fe en Dios, a quien se refería como su padre.

Tener fe en Jesús como el ungido enviado de Dios es muy distinto a la adhesión al dogma que ha ido elaborando sus seguidores a través del tiempo. No sólo ambas actitudes personales frecuentemente se contradicen, sino que también el respeto al intrincado legalismo de la religión, en la suposición de que sea el camino de la salvación, es muchas veces contrario al evangelio proclamado por Jesucristo. Esta contradicción proviene de la ambigüedad propia de los Evangelios, escritos que contienen los hechos y los dichos propios de Jesús, mezclados con hechos y dichos atribuidos a él, pero que, utilizándolos y derivando interpretaciones, muchos poseen la clara intención de producir una estructura político-religiosa de poder. Así, pues, de entre una maraña de ideología religiosa, que impresiona a quienes buscan la seguridad, a quien busca empero a Dios, le es aún posible descubrir en su lectura el mensaje de Jesús.

El Evangelio y el cristianismo.

El Evangelio, que apela a lo religioso, en su esencia abroga la norma, pues enseña que la salvación es materia de la fe y la caridad. La moral evangélica no se refiere al cumplimiento de algún sistema normativo, sino que a la acción libre que es conse­cuente con el profundo amor a Dios y que es una respuesta no condicionada, sino que enteramente libre, a la invitación divina de participar en su Reino. La vida religiosa no es entonces el cumplir rigurosamente con una cantidad de mandamientos y normas, sino que es el actuar libre­mente y con consecuencia a su fe. En lo religioso no existe el pecado, sino que la inconsecuencia y la irresponsabilidad, pues no se produce trasgresión de normas.

Sin embargo, el cristianismo, cuyo fundamento son los evangelios que reivindican la libertad personal, contiene una gruesa vena dogmática y moral que proviene de san Pablo. Existe en él una corriente que, desconfiando en el valor de la fe personal, busca afanosamente en los dogmas y normas el sustento de la religión. Adicionalmente, el cristianismo ha asumido en sus creencias la totalidad de las Sagradas Escrituras –Antiguo y Nuevo Testamentos–, consagrándolas como auténtica palabra de Dios.

Con la escolástica, en la Alta Edad Media, se pretendió dar un sólido fundamento a la religión mediante una teología que se supuso podía llegar a verdades con valor absoluto. Mediante el silogismo se intentó obtener conclusiones teológicas cuando se combina una de las premisas, la que proviene normalmente de algún postulado de la filosofía aristoté­lica, con otra premisa que se obtiene indistintamente, frecuentemente sin importar el contexto, de algún versículo de las Sagradas Escrituras. Se creía que combinando lógicamente una verdad natural con otra supuestamente revelada se llegaba a un conocimiento cierto de Dios y su voluntad.

Por una parte, la certeza de la filosofía platónica-aristotélica depende de principios rebatibles, como la dualidad espíritu materia, la oposición entre una realidad caótica y una idea preexistente, la causa final como el origen de las otras causas. Por la otra, tanto la teología escolástica como las ramas cris­tianas más fundamentalistas se figuraban que las Sagradas Escri­turas tenían una condición de inerrancia que permite emplear sus versículos como si fueran proposiciones verdaderas dictadas por Dios y, por lo tanto, más ciertas que un axioma. En nuestra época científica, la filosofía platónica-aristotélica ha perdido relevancia y las Sagradas Escrituras perdieron asimismo su valor como fuente de la verdad, no sólo revelada, como para el caso de la teología escolástica, sino que como fuente última, como para el caso del fundamentalismo, cuan­do se destacó su incapacidad para resistir a las conclusiones de la crítica bíblica, la que al menos ha puesto en entredicho la calidad de inerrancia de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, al hacer suya las enseñanzas de Jesús fundadas en el amor al prójimo, la Iglesia cristiana se ha erigido en valioso manantial moral que ha transformado positivamente y hecho más humana las culturas y su gente donde ha podido prosperar.

La Biblia

La polaridad religioso-religión es posible distinguirla en la Biblia. Se puede observar que en todos los libros que la componen es posible encontrar una línea profética y otra normati­va. La religión, autora de la segunda, se vale de la primera para su subsistencia. Paralelamente, difusa entre la profusión de manda­mientos y leyendas, de ritos y mitos, es posible entre leer la palabra profética que es expresada por algún ser humano profundamente religioso que busca la fidelidad a Dios. En la tradición de los profetas del Antiguo Testa­mento la idea sobre la fidelidad de Jesús y su evangelio que cala en el corazón de los humildes y que habla sobre un modo divino de vida fue comprendida por los discípulos.

No obstante existe una profunda diferencia entre los profetas veterotestamentarios y Jesús. Primero es necesario destacar aquí que no existe continuidad alguna entre el Antiguo Testamento y el evangelio de Jesús. Jesús rompió con la tradición judaica, considerando que su buena nueva fue algo radicalmente inédito. Segundo, los Evangelios reconocen justamente que Jesús, el maestro, fue en realidad el verbo divino del evangelio de san Juan. Ellos describen el bautismo de Juan Bautista cuando Jesús, al ser ungido por agua, recibió el espíritu de Dios y se constituyó en palabra de Dios. Se puede discutir si este evento fue real o no. Lo que importa es que Dios, al glorificar a Jesús, ratificó y garantizó sus dichos y hechos, constituyendo su resurrección el punto de quiebre que transformó a temerosos discípulos en decididos apóstoles. Y fueron estos seguidores de Jesús quienes, a la luz de esta llamada resurrección, de la cual fueron testigos, interpretaron sus dichos y hechos y concluyeron que lo que Jesús dijo fue la verdadera palabra de Dios.

Jesús no fue un profeta más. Un profeta del Antiguo Testamento se diferencia de Jesús en al menos dos aspectos. En primer lugar, aquél es un personaje que anunciaba la ira de Yahvé a causa del pecado del pueblo. El Jesús de la fe es la palabra de un Dios misericordioso que invita a participar en su Reino. En segundo lugar, el profeta se dirigía al pueblo israelita contemporáneo, en tanto que Jesús apeló a cada persona individual de todos los tiempos y lugares. La palabra de Jesús que está proclamada a las multitudes, no está dirigida a grupos sociales, sino a lo profundo de la conciencia de cada persona, sin distinción de raza, clase o cultura. No constituye una religión para un pueblo particular del espacio y el tiempo, sino que es universal, para cada persona y para todos los tiempos de la historia humana.

Religión y cultura

La religión, que se fundamenta o no en lo religioso, es corrientemente una de las unidades discretas de la cultura, aquella que procura explicar la transcendencia de nuestra existen­cia y el sentido de la vida en sociedad. Desde tal perspectiva ella formula normas éticas. Como toda realidad cultural, ella adquiere formas particulares según la localidad, y sufre trans­formaciones según los cambios culturales que se van operando en el curso del tiempo. También como toda unidad de la estructura cultural, ella es un mecanismo social cuya función es procurar la subsistencia del grupo social.

Usualmente, los objetivos que la religión persigue son la cohesión social, la armonía colectiva, la paz intrasocial (aunque no necesariamente extrasocial). No obstante, debemos tener presente que dichos objetivos, comunes a todas las religiones, que son por lo demás tan antropológicamente pragmáticos, no son necesariamente aquéllos que Jesús vino a enseñar. El amor y la justicia producen frecuentemente conflicto con el estímulo bioló­gico que nos impulsa a sobrevivir y a reproducirnos. El testimonio de la fe religiosa a menudo colisiona con la ética aceptada. Cuando lo religioso es compartido, en tanto es compartido se estructura como religión, y por ello se hace forzosamente social y, por tanto, materia de nuestro conocimiento objetivo en ese respecto. Pero mientras lo religioso busca la salvación personal, la religión persigue la salvación social. Ambas tendencias en­tran en contradicción cuando comienza a dominar el dogmatismo.

Religión y Estado

En tanto institución social, la religión es una unidad de la estructura social, con funciones sociales y políticas que, como el Estado, busca su propia subsistencia. Cuando conforma una subestructura u organización de la estructura social, ella se identifica con la Iglesia. Por su parte, la Iglesia, dentro de la organización cívica, se estructura, celosa de sus orígenes y funciones, como un polo que procura comandar la sociedad civil, e incluso llega hasta competir con el Estado y a apro­piarse de éste, como en el caso de una teocracia. En consideración a que su sentido trascendente de origen es visto por sí misma como un bien superior, ella intenta subordinar la finalidad propia del Estado a la de sí misma. La razón para ello es que el Estado es una institución política que está exclusivamente en función de la subsistencia de una sociedad civil, y su constitución está eminentemente dirigida a dicha función. En cambio, la Iglesia comprende toda la doctrina que explica el sentir religioso de una comunidad, incluyendo la salvación eterna de los ciudadanos.

En consecuencia, es fácil explicarse por qué, tradicionalmente, la Iglesia tienda a elevarse por sobre el Estado. De este modo, en la perspectiva de la función específica del Estado, la Iglesia, que invoca tener origen divino, cae en la tentación de adquirir mayor poder y dominio secular; y lo efectúa valiéndose del ancestral temor del indivi­duo a la muerte, a lo desconocido, al “más allá” y, sobre todo, a la condenación eterna. En otras épocas, fue suficiente la excomunión para someter tanto a los príncipes como a sus súbditos. Pero el poder secular que llega a establecer es incompatible con el de un Estado republicano y pluralista.

Las religiones

Usualmente, la estructura de la religión está comprendida por una variedad de elementos, entre los cuales mencionaré los siguientes: lo sacro, que es asignar valor sobrenatural a deter­minadas cosas naturales; lo litúrgico, que trata de ritos y acciones externas de culto divino; lo eclesiástico, que se refie­re a asambleas de fieles, es decir, a grupos de personas que profesan las mismas creencias y que se rigen como cualquier otro grupo social humano: es incluyente y excluyente; lo sacerdotal, que ejerce la autoridad y dirección en lo ritual, doctrinal, ético y administrativo de lo eclesiástico; lo milagroso, que es la esperanza puesta en lo divino para que intervenga en la causa­lidad natural y solucione problemas propios de supervivencia y reproducción; lo dogmático, que reúne el cuerpo doctrinal que el fiel debe aceptar para ser incluido en la asamblea; las creen­cias, que es el cuerpo de mitos que el creyente del grupo reli­gioso (iglesia o secta) adhiere; lo sacramental, que constituye el conjunto de signos rituales teóricamente mediadores de la acción salvadora divina; lo ético, que trata de las normas que deben regir la conducta externa de los fieles.

La especificidad del conjunto accesorio de subestructuras distingue la forma externa entre una religión y otra. El funda­mento primordial de todas estas distintas formas es, como ya señalamos, lo religioso, elemento que da origen a la estructura­ción accesoria, que es la religión, pero que muy bien puede desaparecer posteriormente, quedando lo accesorio estructurado sin su base legítima de sustentación.

Internamente como estructura social, la secta o la iglesia, al irse estableciendo, va adquiriendo poder, prestigio y riqueza, que son también signos de su vigencia y su significación en el medio social y político. Para preservar y superar lo institucionalizado su dirigencia se torna intransigente e intolerante a reformas y nuevas ideas, haciéndose dogmática y legalista.

No obstante, se debe reconocer que, aunque lo religioso confiere sustentación a la religión, ésta es frecuentemente funcional para dar nacimiento a lo religioso en el individuo, principalmente en el sentido de la transmisión de doctrinas y valores religiosos, y en el establecimiento de un ambiente reli­gioso, siempre que su excesivo ritualismo, dogmatismo y moralismo no termine por ocultar lo fundamental, como es frecuente que ocurra.

Una distinción relacionada con lo religioso y la religión es la que se puede hacer entre “Iglesia”, con “i” mayúscula e “iglesia” simplemente. La Iglesia es el cuerpo de creyentes en un Dios creador y salvador, y que desde nuestro universo puramente inmanente admite la realidad de una transcendencia. Ella establece dos tipos de realidades: la sobrenatural y la natural, siendo la realidad sobrenatural algo misterioso porque los seres humanos no poseemos las facultades cognoscitivas para conocerla. La relación entre estas dos realidades se mantiene abierta a toda inspiración e intuición y la Iglesia acoge a todo creyente que con humildad acepte este misterio.

Ahora bien, con una autoridad que atribuye a Dios la iglesia con minúscula establece las normas, los ritos y los mitos de alguna forma concreta de entender la mencionada relación y no deja posibilidad para creer en otra cosa, so pena de ser anatematizado por hereje. Éste tipo de iglesia es lo que se llama propiamente secta.

Recapitulando, la religión es la expresión colectiva de lo religioso. En una primera etapa se estructura como secta, donde los mitos, ritos, normas y dogmas adquieren un sentido restringi­do. Se constituye en religión establecida en una etapa más evolu­cionada, cuando incluye una pluralidad de culturas distintas. Sólo cuando lo religioso proviene del mensaje evangélico, se puede hablar de Iglesia. Pero para que la Iglesia no regresione a ser una simple religión establecida, con sus ritos, mitos, normas y dogmas firmemente establecidos, lo que supone intolerancia y represión, debe ser fiel al evangelio y a la plena liber­tad de las personas para pensar y decidir por sí mismas y expre­sar su fe.



Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8d.blogspot.com/,  corresponde al Capítulo 4, “Dios y la salvación”, del Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).